Los Burreros: Una familia de pura sangre



Cierra la puerta del vestuario con un golpe rudo, y sale caminando en dirección al lugar donde están los puestos de comidas y los televisores que transmiten las carreras. Tiene los ojos celestes vidriosos, y mira un punto fijo eludiendo las miradas de un grupo de hombres canosos que están sentados en las mesas de jardín hablando sobre los últimos resultados de la jornada hípica en el hipódromo platense.
Él se llama Nicolás y es jockey desde el año 1985. Es cordobés y vive en el barrio de Palermo con su familia. Tiene la cara huesuda, la nariz diminuta y viste una chomba turquesa, con un pantalón de vestir azul. Lleva una fusta colgada en la espalda, y una gorra colorada en la mano derecha.

- Re mal culeao, se me quedó el bayo en la recta final. Era una carrera ganada la puta que lo parió.- Nicolás, se muerde el labio inferior y mira a un joven que está a un costado de las ventanillas donde se realizan las apuestas junto a una nena.
- No importa nico, ya está. El domingo tenés la revancha. Tu nena se portó como una princesita.- El joven la acaricia el pelo a la nena, y Nicolás se agacha y la aúpa.
- Pero perdí plata, Marcelo. Me perdí bastante plata.

Un clima tranquilo se vive en las afueras al circuito. Una decena de hombres grandes toman su vermú en las mesas de plástico, con los ojos achinados mirando las revistas de turf que poseen datos estadísticos sobre las últimas carreras. Todos charlan con todos y se relatan su suerte; prevalece un bullicio permanente que se paraliza circunstancialmente cuando una voz grave dice por los altos parlantes: “!largaron!”. En ese momento todos se olvidan del diálogo, y posan inmediatamente su mirada en los televisores en un silencio absoluto. Cuando los pingos se aproximan a los últimos metros, desencadenan los alaridos y los gritos desenfrenados. Les brota un hincha de fútbol fanático que vive un gol por adelantado.

Un periodista del turf

Un gordo está sentado en un banco de madera a metros de las ventanillas de las apuestas. Tiene la cara redonda, una cicatriz arriba del ojo derecho y el pie izquierdo ortopédico. Se llama Hugo Casseti y es un burrero histórico. Cuenta que su padre trabajaba en el hipódromo y él desde chico se crió en ese ambiente. “Para otra cosa no sirvo, yo sólo soy burrero…además ésta es mi casa”, asegura Hugo con una voz chillona, mientras junta aire para poder hablar de corrido.
- Yo tengo un programa de radio en una FM y AM, y organizo la movida del turf en pueblitos del interior de la provincia de Buenos Aires.- Hugo se seca con un pañuelo el sudor de la frente, y mira fijo a un muchacho de camisa a cuadros que está sentado al lado de él.
- ¿Y has hecho más amigos que acá, allá por el interior?- el muchacho sonríe y apoya su mano derecha en el hombro de Hugo.
- Es imposible porque hace treinta años que estoy viniendo todos los días acá, Rubén.- Hugo respira hondo y toma un trago largo de agua- la movida del interior es muy linda, hay gente de primera, muy servicial…pero yo sólo hace tres años que estoy viajando.

Hugo cree que es necesaria una buena difusión del Turf, porque según él, los periodistas siempre transmiten todo la parte negativa del juego; se quedan en todo lo que se pierde, “y no dicen a la cantidad de familias que el turf les da de comer…tampoco dicen que toda la plata queda acá, y no como el Bingo que va a parar afuera”, dice Casseti y frunce el ceño.
La adrenalina del turf es única para Hugo porque la gente “se juega la olla”; apuestan todo y pone en peligro su casa. Sin embargo el clima siempre es tranquilo, no existen las peleas porque todos son parte de una gran familia de conocidos. “La pasión acá dura un minuto por carrera…después todo se tranquiliza” dice Hugo en relación a la recta final donde los caballos definen la suerte de un centenar se sujetos.

Arreguy viejo nomás

Una decena de hombres grita al unísono el nombre del jockey con el “pura sangre” favorito, mientras se paran y agitan las manos como en un cántico de hinchada. Es un grito agudo a punto de quebrarse; un alarido que puede confundirse con el comienzo de un llanto de emoción.
El pingo acaba de cruzar el disco, arriba suyo lleva un hombre petiso vestido de calzas rojas y una camiseta a bastones con los colores de Estudiantes de La Plata. Mientras, un par de hombres de camisa y pantalón de vestir descienden de los palcos para avivar al jockey, pegados a la baranda del circuito, y un grupo de sujetos se amontona en el sector popular festejando con el boleto ganador en lo alto. Otros quedan recluidos y en silencio, en alguna de las mesas del bar, tomando un aperitivo y contemplando el techo con cara inexpresiva.

- Sos un grande Arreguy, ya no te gana nadie.- Un joven de pelo largo salta de emoción y le habla al televisor del bar donde aparece Arreguy arriba del caballo con una sonrisa de niño.
- Arreguy viejo nomás, Arreguy viejo nomás. Viste Luís yo te dije, había que jugarle a éste.- Un viejo sonriente de cara colorada festeja con los brazos en alto.
- La puta madre, Alberto, ¿por qué no te habré hecho caso?... he perdido toda la tarde, me parece que hoy duermo en el auto.- Luís prende un cigarrillo y menea la cabeza mientras tira el boleto de su apuesta al suelo y lo pisa hasta despedazarlo.

El festejo dura sólo un par de minutos porque en apenas media hora larga la otra carrera y hay que apurarse para apostar rápido, y salvarse del mundo de gente que hace fila en las ventanillas. Algunos saborean una cerveza y la comparten con sus grupos de amigos, y otros aprovechan el intervalo para comer alguna minuta rápida y ya volverse a introducir en la rutina del juego.

Los que se ganan todo

Un hombre canoso con pantalón de vestir azul y camisa celeste, baja de un Mercedes Benz deportivo último modelo y se aproxima a la zona de los palcos, mientras habla por celular como si estuviese sólo en su oficina. Se ubica al lado de un grupo de hombres vestido similar a él, que miran la preparación de los caballos desde los larga vistas.
El hombre toma la revista de estadísticas, se calza unos antejos delgados de lectura y luego de leer algunas páginas, llama a un nene que estaba cerca de la baranda del circuito. Le da un grueso fajo de plata y le indica todas las jugadas que quiere apostar. El nene toma los billetes y sale corriendo a toda prisa hacia el sector de las ventanillas.
- Mira Alberto, ese es el pibito que le hace los mandados a Hernández.- Julio prende un cigarrillo y lo palmea a su amigo Alberto que estaba en silencio leyendo la revista de las últimas carreras en voz alta.
- Ahh, mira vos. Que hijo de puta ese Hernández, qué tiene que utilizar al pibe de cábala y mandarlo de acá para allá todo el tiempo.- Alberto mira al chico que corre hacia el grupo de gente que hace fila para apostar, y golpea la mesa de un puñetazo. Yo seré un seco, pero a esas cosas no las hago ni aunque tuviera el mercedes y la plata de ese hijo de puta.
- Más vale Alberto…pero qué querés, los hijo de puta están en todos lados.

Cuando termina la carrera el hombre del mercedes baja corriendo del palco junto a unos amigos, y rodean al jockey que está arriba del caballo victorioso, posando para las cámaras fotográficas y de video.
Todo es un clima de algarabía; se abrazan, saltan y palmean al jockey que varea al caballo por las afueras del circuito donde están unas ligustrinas prolijamente cortadas.
Los hombres cumplen con el ritual típico de las fotos a los dueños del pingo victorioso, y luego vuelven a subir a las alturas del palco principal a ubicarse en las butacas y mirar con larga vistas a los caballos que se preparan para la siguiente carrera.

Compañeros de mil derrotas

Dos viejos amigos están acodados en la baranda blanca a pocos metros de la llegada de los pingos. Esperan la siguiente carrera, la penúltima de la jornada hípica platense. Acaban de apostarle a un tordillo que puede dar el batacazo; han perdido toda la tarde, y prefieren jugarse todo por uno de los caballos que está fuera de los pronósticos.
Miguel es uno de ellos; es un hombre de sesenta y cinco años de estampa atlética. Viste un birrete celeste, una bombacha de campo y alpargatas blancas. Su amigo se llama Roberto y tiene dos años más que él; es alto, de pelo canoso peinado con la raya al costado y viste una bombacha de campo con un cinto con yunta plateada.
Mientras esperan que la bandera roja flameé en lo alto del mástil, para que los pingos larguen de las gateras, hojean las páginas de las revistas de turf. Los minutos previos a la carrera les aumentan los nervios; ambos fuman y tienen las manos temblorosas. No hablan demasiado, cada uno está imaginando el desenlace a su manera, y ya planean el discurso de disculpas si tienen que volver a sus casas derrotados.
El grito de “largaron” vibra por los parlantes del circuito, y ambos señores sufren un sacudón que los deja plenamente erguidos, con las manos aferradas a la baranda metálica y el rostro inmóvil con mirada de susto en el tranco acelerado de los cinco animales competidores. Delante de todos va “don Lobizón”, el pingo favorito que viene de ganador en las últimas carreras, detrás el número 5 y tercero el tordillo número 3, al que los dos amigos han apostado.
Las distancias entre los caballos permanece igual hasta los últimos mil ochocientos metros; el pingo número 3 pasa por un cuerpo al número 5 y se pone a una cabeza detrás de “Don Lobizón”. Los amigos inmediatamente se paran encima de las barandas, y empiezan a gritarle eufóricamente al jockey: “vamos Mangudo, viejo nomás”. Los caballos recorren a toda velocidad los últimos metros del circuito, y finalmente el favorito mantiene la distancia por una cabeza y vuelve a coronarse con la victoria. Todo el mundo festeja; y los dos amigos quedan con las manos en la cabeza mirando al chico que marca el resultado de la carrera como esperando que levante la bandera de reclamo y cambie el resultado. Pero ellos mismos saben que no hay dudas: “Don Lobizón” ganó cómodamente por una cabeza.
- Pero la pucha, che. Ahora hay que volver a las casas y enfrentarse a la patrona hecha una fiera.- Miguel mira con los ojos cansados a su amigo, mientras caminan en dirección a la salida.
- Lo más triste es que perdimos ahí nomás, Miguel…que mala suerte. Habrá que esperar a cobrar la jubilación para volver.- Roberto prende un cigarrillo, saluda con cierto desánimo al periodista de turf Hugo Casseti que está sentado en un banco de madera en el playón del sector popular, y sigue camino a paso lento hacia la salida junto con su amigo Miguel: hoy compañero de otra derrota.


Julio: sólo un apasionado

Las luces se prenden en sincronía con la puesta del sol. La última carrera parece haber atraído a más gente; el playón de los puestos de comidas está repleto y los palcos tienen más asientos ocupados.
Julio tiene 80 años, y ha recorrido hipódromos toda su vida. Es un personaje popular y reconocido por su conducta intachable en el ambiente burrero. “Nunca me peleé con alguien por plata, nunca”, asegura Julio con una voz áspera de cantante de tango. Juega de a dos pesos por carrera porque ese monto es lo que le permite su jubilación de ferroviario. Sin embargo dice que no está ahí para hacerse rico ni mucho menos: “el hipódromo es mi casa y yo disfruto de una gran familia y de todo este ambiente pintoresco”, dice Julio saboreando las palabras antes de largarlas.
Julio es denominado como “el poeta del turf” por toda esas mismas caras que asisten a cada carrera desde varias décadas. Él cuenta que de joven compuso letras para grandes cantantes de tango y fue amigo de Anibal “pichuco” Troilo.
La carrera está por empezar, y Julio se ubica cerca del televisor de veinte pulgadas en uno de los puestos del playón popular próximo a las ventanillas. Se afirma a su bastón y se queda en silencio observando el recorrido. Cuando el pingo número cuatro cruza la recta final, Julio se sobresalta de gozo, levanta los brazos y grita.
- ¿No vieron a ese pingo pasar como una luz marrón que traspasó la línea de meta a paso firme de ganador?- Julio cierra los ojos y se queda inmóvil con el brazo derecho en alto. Nadie le responde nada, ni siquiera lo miran porque están acostumbrados a que el viejo Julio Ramirez se emocione y saque de la galera algún verso.

“El poeta del turf” sale rumbo a la ventanilla caminando lentamente y parafrasea algunos versos del “polaco” Goyeneche para acompañar el trayecto. Antes de cobrar sus diez pesos de premio piensa que hoy sí puede comprarles golosinas a sus nietos. “Hoy gané: hoy es un día de fiesta”, dice Julio entre dientes sin que nadie lo mire ni le diga nada.
Por Matías Kraber

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