Las Malas compañías son las mejores



“Si, a media noche, por la carretera
que te conté,
detrás de una gasolinera
donde llené,
te hacen un guiño unas bombillas
azules, rojas y amarillas,
pórtate bien
y frena”.
Joaquín Sabina

Otra crónica del bajo fondo de la noche
La zona roja en el interior

Afuera, la luna parece una moneda de cobre tatuada en el cielo. Del mismo color tiene los ojos Helena, casi anaranjados, como dos brazas que se apagan con lentitud detrás de largas pestañas. A veces, cuando recuerda su pasado, esas brazas se encienden y adquieren un rojo furioso, de fuego, porque en lugares como éste, allí donde la toques, la memoria arde.
Habla Helena. Habla y mira el pequeño astro a través de la ventana.
Todas las noches, desde hace más de seis años, sus ojos se posan en aquella figura lejana y ella sueña con poder llegar tan alto y escapar a su pasado. Pero cada vez que el picaporte se mueve, y de atrás de la puerta de metal carcomido aparece la figura de un hombre, ella se despabila, y se convence que el pasado nunca muere, y ni siquiera es pasado.
Vienen por Helena. Ella es la mercancía. A veces vienen por otras.
Todavía hay poca gente en el bar, dos camioneros y un viajante. Del pueblo, nadie. Pero hay noches en que los clientes salen de la zona urbana, doblan en el restaurante “Mucco”, recorren algo más de un kilómetro por la ruta 3, bajan por la banquina y estacionan en la casona blanca con luces rojas, en las penumbras de la noche. Y allí se amontonan, toman wisky y hacen cola para pasar a la otra sala; verla a Helena sacándose el deshabillé; tocar sus nalgas blancas y alquilar su cuerpo.
Habla Helena.
-Me gustan los viejos, porque son más rápidos.
2
Casi como una premonición el olor a claveles mezclado con la humedad le recordó sus años de niña pobre en los barrios de las afueras del pueblo. La joven estaba recostada de lado sobre el colchón de espuma de poliuretano, y miraba la habitación casi en penumbras, a la que sólo ingresaba un hilo de luz a través de la puerta entornada. Le apretaban las piernas unas medias finas y transparentes que le llegaban hasta las nalgas. Tenía puesto un conjunto de encaje que le habían comprado para la ocasión, con un ajustador que presionaba sobre sus pechos, pequeños y redondeados. Tenía diecisiete años.
El único indicio de lo que pasaba afuera era el bullicio que provenía de la sala en la que los señores de la ciudad se agarraban las borracheras más grandes al resguardo de sus esposas, y que era un surtido de voces gruesas y confusas con el chirrido vidrioso de las copas de whisky que chocaban en brindis improvisados.
De pronto, oyó que alguien se acercaba por el pasillo. Escuchó la conversación de Nancy, la dueña del lugar, con un hombre. Reconoció esa voz fina, casi una hilacha y sintió que un hormigueo subía por sus pies finos y por sus piernas y que ascendía lento por su cuerpo hasta estallar en un galope intenso en el pecho. La voz del hombre, como los claveles, le remontaban a su infancia. Era el primer cliente de su vida.
La puerta se abrió lenta, se alumbró la habitación y la joven, temblando, sintió la voz fina del hombre como una arañazo en el alma.
-Venga, pichona.
3 El lugar y la matrona

Unas bombillas rojas titilan en lo alto de la casona blanca, a un costado de la ruta. Visto desde afuera, el lugar parece un simple bar. Es solo un espejismo: detrás del mostrador repleto de botellas vacías hay una pequeña puerta entornada. A través de ella se accede a un estrecho pasillo que comunica el bar con las habitaciones del fondo. Un lugar caluroso. Allí atienden las doctoras del placer.
Emma, la madame, se ocupa de que, para la policía, el bar se termine en la puerta entornada. En ese pueblo, la comuna impide el funcionamiento de éstos locales. Pero ella sabe que todo policía tiene un precio.
4
Helena siempre está apurada, por eso le gustan los viejos. Y la guita; la guita de los viejos.
-Es así, todo por plata, plata rápida, en la mano... Hay muchas chicas que dicen que empezaron porque las mandó alguien, pero la mayoría está en esto por la guita. Siempre andamos apuradas, es así, porque cuanto más tiempo laburás mas plata ¿no?...Y es igual para gastarlo..
Habla, Helena. La voz lenta, perezosa. Habla y se mira los pechos, ¿cuántos ojos se posarán por noche en el escote de su remera de modal?
Los pibes del pueblo se juntan en banda y vienen a debutar con Helena.
Pasan semanas tramando el que suponen el acto más trascendental de sus vidas.
Acumulan monedas, rescatan vueltos, les piden plata a los viejos para comprar manuales, hasta que alguno consigue un auto y vienen.
Helena los atiende casi con rigor materno.
-Son más rápidos que los viejos- dice y ríe.
Entran a la habitación como muchachitos angelicales y, en unos minutos, Helena los devuelve, convertidos en hombres, despojados de toda inocencia, con la cara de asombro y un orgullo íntimo y personal inflándoles el pecho. Con curtido rigor pedagógico, los hace crecer años en pocos minutos.
5
Temblaba. Horas antes, había escuchado de las otras chicas, el consejo de que no se ponga nerviosa, que todo saldría de forma natural. Y luego se tomó una pastilla que la matrona le había dado para calmarla. Pero temblaba, y en su pecho sentía como si mil caballos le galoparan dentro.
La joven vio al hombre entrar en la habitación, prender la luz y cerrar la puerta. Lo miró como si fuera su verdugo y sintió el olor a clavel revuelto con humedad de la pieza. Lo reconoció. En los pueblos se conocen todos. Séptimo grado, profesor de geografía en su último año como alumna. Todavía recordaba la manera en que el tipo se paraba frente a la clase, metía ambas manos en los bolsillos, y parado casi en puntas de pie, se movía leve hacia adelante y atrás mientras recitaba una aburrida perorata acerca de las capitales del mundo. Los chicos lo veían como una gracia y las chicas, como una provocación.
-Venga, pichona.
No había marcha atrás. Antes había tenido relaciones con novios, pero nunca de esa manera. Angustia; placer; tristeza; desesperación, se mezclaron en el revuelto de esa noche. Pero las chicas tenían razón: las cosas se dieron de modo natural. El aire húmedo, frío y oscuro de la pieza, la mano ancha bajándole por las nalgas, el olor a vino en la boca del hombre, los dientes verdosos, la mano pesada pellizcándole los pechos, el rechinar de la cama y el olor a clavel que dejó de sentirse.
-Así, pichona, así.
6
-Alguien que me saque de este mundo, formar una familia, ¿quién no sueña con eso?
Helena piensa que todo el mundo sueña con lo mismo. No es de mucho hablar, Helena, pero ahora habla. Y mira a los camioneros que vacían poco a poco la tercera botella de vino, en la mesa más alejada del bar. En las piezas de atrás las chicas trabajan. Unos colectiveros que tenían un rato libre, “clientes infaltables”, dice y sonríe.
- Si lo analizás en frío, esto es asqueroso. Pero es el billete lo que te
excita. Yo lo que veo es dinero, no clientes. A veces, mientras los tipos disfrutan, yo ya estoy haciendo planes acerca de cómo me voy a gastar la guita. No tenemos reparo en eso, las chicas son iguales que yo.
Gastamos en pavadas, gastar, gastar, estás ansiosa, es una necesidad. Tiene los ojos rojos, Helena.

7 Las otras chicas

Inyección a tiempo. Sabrina, rubia, misionera. Su ex pareja la metió en esto. Primero fue con conocidos, después, fue la calle. Pudo escapar de él y de Misiones. Pero de su pasado, no.
Atiende en el cuarto del fondo, el más alejado del bar. Tiene los labios
del color de su tierra.
Isabel no pasa del metro sesenta. Usa taco aguja para disimular la estrechez de sus piernas: no lo logra. Tiene una larga cabellera negra que se escabulle por su escote. Y la piel blanca, pálida.
A ella la metió en esto su hijo: un crío que tiene menos de dos años y no
hay con que alimentarlo. Ella sabe que será su madre, su amiga y su ejemplo.
El padre se borró.
8
Apenas una respiración agitada se escuchaba en la pieza en sombras. La joven estaba recostada de lado, con la cabeza apuntando hacia la pared, desnuda y callada. El grueso brazo del hombre estaba enredado con el cuerpo inmóvil, desnudo, indefenso. El hombre habló con un murmullo que parecía un silbido de serpiente.
-Date vuelta.
Ella lloró.
9
El pasado no se muere, ni siquiera es pasado. Fuma y tiene los ojos rojos, como fuego, Helena. Y aguanta.
10
Le dijo la verdad. Temblaba, y con un hilo de voz, ella le dijo que era la primera vez que vendía su cuerpo.
Él la tranquilizó. La tomó del brazo y le dijo que se vistiera, que dejara ese trabajo y se volviera a su casa. Y le dijo que él tampoco regresaría a lo de Madame Emma. Cuando la joven atravesó la puerta, limpiándose las lágrimas, también estaba convencida de que no volvería a entrar a esa habitación.
11

Habla, Helena. Familia pobre; abandono; violencia familiar o sexual;madre soltera. La causas, a Helena, no le importan. Dice que todo lo hace por la guita. Ese es el morbo de este mundo. Por eso, aguanta.
-No sé hacer otra cosa. No sé hacer nada. La escuela la dejé en la primaria y para todo piden títulos y yo no tengo nada...
Ahora hay más gente en el lugar. Se escucha a un borracho cantar y cada tanto pasa algún tipo a divertirse con las otras chicas, en las piezas del fondo.
Se trata de tres habitaciones pequeñas y oscuras a las que se llega después de atravesar un estrecho pasillo.
Helena se despabila de su sueño. Se mueve el picaporte de la entrada principal y un hombre entra. Los ojos de Helena adquieren un rojo furioso.
Pero sonríe. Es, otra vez, su cliente predilecto. Ese que en los momentos de reposo, con la cabeza apoyada contra la almohada, le cuenta al oído curiosidades de las capitales del mundo, mientras ella, por la ventana, espía a la luna jugar en el cielo.

Por Diego Cirulli

Comentarios

Matias ha dicho que…
Agradezco la presencia estelar de mi amigo personal Diego Cirulli, con una crónica tremenda. Una crónica que se sumerge en el bajo fondo, en la zona roja del interior. Penetrando la psicología de los personajes, comprendiendo cuestiones que a vista de todos son incomprendibles. Un abrazo ciru.

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